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Martes, 24 de Junio del 2025

Lo escribió de puño y letra, pero ¿vale como testamento? El insólito caso Sarlo

En el terreno donde se cruzan la propiedad, la voluntad y la letra manuscrita, Beatriz Sarlo protagoniza, aún después de su muerte, una escena que mezcla derecho sucesorio, historia íntima y una pizca de tragicomedia porteña. Y es que la reconocida ensayista dejó un testamento ológrafo, sin escribano, sin testigos, sin protocolo, y con un gran detalle que podría arruinarlo todo: no tiene fecha. Como si estuviéramos en un episodio de El Encargado, donde el papel más simple puede desatar una guerra vecinal, en este caso es una hoja manuscrita la que pone en jaque la última voluntad de la intelectual.

Según el artículo 2477 del Código Civil y Comercial de la Nación, el testamento ológrafo es válido únicamente si está escrito íntegramente por la persona que lo otorga, con indicación de lugar y fecha, y firmado por la misma. Es un acto jurídico personalísimo, unilateral, y debe cumplir con una rigurosidad formal innegociable. En este caso, si bien el documento tiene la letra y la firma de Sarlo, la ausencia de fecha genera un vacío normativo que pone en entredicho su validez, especialmente si existieran otros testamentos anteriores o posteriores.

A esto se suma que Sarlo no estaba divorciada de su esposo, el también intelectual Carlos Altamirano. Estaban separados de hecho, sí, pero jurídicamente seguían unidos por el vínculo matrimonial. Esto tiene implicancias inmediatas. Según el artículo 2444 del Código, el cónyuge es heredero forzoso si no hay divorcio vincular. Y el artículo 2445 establece que solo puede disponerse libremente de un tercio de la herencia, lo que se conoce como porción disponible. Por ende, cualquier disposición que pretenda superar ese tercio, dejando afuera al cónyuge supérstite o a otros legitimarios, puede ser reducida judicialmente.

Altamirano, entonces, no solo tiene derecho a heredar, sino que también puede impugnar el testamento por otras causales. Si se comprueba, por ejemplo, que la voluntad de la testadora estuvo viciada por error, dolo o presión externa, el artículo 957 permite pedir la nulidad del acto. Y en los pasillos judiciales ya circulan versiones sobre la posible intervención de terceros que podrían haber influido en la redacción del documento, planteando un escenario donde la voluntad no habría sido tan libre como la ley exige.

Lo curioso del caso no es solo su contenido, sino la forma. Una intelectual de la talla de Sarlo, que pasó su vida reflexionando sobre el lenguaje, el poder y la autoridad, dejó una manifestación de voluntad jurídica en el formato más precario permitido por el derecho. Y eso, por paradójico que parezca, es completamente legal, aunque riesgoso. Porque un testamento ológrafo puede ser conmovedor, pero si no cumple con los requisitos, es papel mojado.

La historia tiene ecos de ficción, y no sería raro imaginar a Eliseo, el encargado más temido del streaming argentino, encontrando el testamento en una caja de zapatos y llamando al administrador del consorcio para pedir una reunión urgente. Porque en Argentina, un portero atento puede tener más incidencia que un albacea distraído.

El caso Sarlo no es solo una nota de color en el diario judicial. Es una lección jurídica sobre la importancia de la forma en los actos de última voluntad. Escribir un testamento no es simplemente dejar deseos por escrito. Es encuadrar esos deseos en la ley. Y si algo enseña esta historia, es que hasta las figuras más lúcidas pueden olvidar que, cuando se trata de derecho sucesorio, no hay margen para la improvisación.

Si estás pensando en dejar tus bienes en orden o si querés asegurarte de que tu voluntad sea respetada, no alcanza con tener una buena lapicera. Consultar con un abogado no es desconfianza, es prevención. Porque cuando no lo haces, no se necesita un juez para complicarte el futuro; alcanza con alguien que diga "esto no tiene fecha".